Marchas forzadas

Recordar se había convertido en parte de la rutina. El humo invadía la habitación como la decadencia invadía mi organismo y la muerte se hacía con mi cabeza. A veces tenía esa vieja sensación de que se había perdido todo el sentido de todo. A veces pensaba que nada significaba nada. Que las palabras no importaban y que, por mucho que corriera sin mirar atrás, hasta quedarme sin aliento, no podría olvidar. Te había contado eternas historias sobre sentarse en la orilla del mar y fumar sin parar. Historias de silencios infinitos y sangre. De heridas abiertas y canciones interminables. Historias de sentarse en la arena y sentir el viento romperse al tocar tu cuerpo mientras el horizonte se deshace y cae, pedazo a pedazo. Como la calma frente a la tempestad, y su aire viciado entre paredes y gritos. Perdíamos la batalla. La piel se agrietaba, las venas se quebraban, los órganos mordidos explotaban. Imaginaba salir flotando de aquel quinto piso falso y muerto, equipaje en la cabeza, sin nada que buscar, ni nada que perder.


Nacho Vegas, Seronda